El Periodico de Aragón, 4 de octubre de 2000
Olvidos y pancartas
Antonio Aramayona. Profesor de Filosofía
La historia de los regionalismos coincide a menudo con la de los egoísmos y los papanatas. El mundo de cada uno es diferente. El mundo de todos es el mismo. Y el agua y la pobreza y el calor del sol.


Suben los tipos de interés, el precio de los carburantes y la calefacción. Somos diminutos insectos que recorren las galerías del hormiguero bajo la luz de la luna en cuarto menguante. Las policías del mundo calientan a los manifestantes de Praga, disparan en Palestina, atizan a los agricultores, pescadores y transportistas españoles. Las fuerzas del orden mundial sólo tienen gafas de visión nocturna con los rayos de la luna llena del poderoso. Imposible ver alguna vez a los guardias de la porra y de las balas de goma sacudiendo los lomos de los gerifaltes del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial o de las grandes empresas petrolíferas, pues siempre han sido y continúan siendo unidireccionales: sirven al patrón, obedecen sólo las órdenes del potentado.

Vivimos en cajitas apiladas unas encima de otras, en las que comemos y dormimos, charlamos y hacemos el amor, por las que trabajamos durante los mejores años de nuestra vida para poder hacer frente a la hipoteca. Somos hormigas políticamente correctas, que ejecutan, en fila india, las órdenes provenientes de los altavoces y las pantallas. Algunas hormigas aragonesas desfilarán el 8-0 contra el trasvase. También quizá otro día lo harán otras, levantinas, pero a favor. Unas y otras se preocupan por las mismas cosas. La letra sin pagar. El hijo que pide un chándal nuevo. La ITV que obliga a cambiar las ruedas del coche. Y la soledad, la herida oculta, el fin de mes. O los espesos, viscosos silencios de tantos hogares.

Entretanto, los ricos se reúnen en una zona neutral y se reparten los dineros de los futuros trasvases, de las remodelaciones urbanísticas, del agua y la sequía. El color del dinero es universal; el dinero no es nacionalista, no tiene patria, aunque el amor al dinero aúna las voluntades más dispares, disuelve las diferencias aparentemente más irreconciliables. Con una mano se colocan los poderosos el anillo de compromiso con el terruño y le prometen amor eterno, pero con la otra hacen manitas con quien se tercie, se susurran palabras sobre el cuándo y dónde consumar el matrimonio de conveniencia. Pregunta uno en la cadena local a su oponente: "¿Pero usted es capaz de afirmar como diputado aragonés...?". Y al pronunciar "aragonés", su voz suena como trémolo a la vez que sus ojos parecen ponerse en blanco. Lo cierto es que no menos aragonés es también el reparto empresarial y financiero de los miles de millones del Plan, del trasvase, de las macroobras urbanísticas. Sorpresas nos llevaremos dentro de no mucho tiempo: tras las proclamas antitrasvase de unos y el silencio de otros se encubren suculentos
negocios, pelotazos con marchamo de golazo por la escuadra.

Milagroso asimismo que este país funcione cada día, que el mundo entero no estalle, harto del sempiterno movimiento de rotación sobre el ombligo del rico, del movimiento de traslación alrededor de los índices y las variaciones bursátiles.

La biografía individual de cada hormiga (aragonesa, valenciana o afgana), la historia de cada región, es apenas una millonésima de segundo en la historia de la tierra, del sistema solar, del universo. Nadie ha explicado aún por qué he de sentirme más aragonés que argelino, más español que persona humana. La historia de los regionalismos coincide a menudo con la historia de los egoísmos y los papanatas. La vida es sencilla, clara, natural, se atiene casi exclusivamente a lo sustancial: pasamos la vida esperando querer a alguien, que nos quieran. No somos borregos, tampoco estúpidos. El ojo humano contiene siempre una centella, un destello, una chispa de luz que nos hace comprender, entender, preguntarnos: el mundo es una inmensa pregunta, nos construimos un enorme mundo de preguntas. El mundo de cada uno es diferente. El mundo de todos es el mismo. Y el agua y la pobreza y el calor del sol.

Ciertamente, hay hormigas que creen que la vida y el mundo son interesantes sólo si están repletos de afeites y perifollos. Así, unas inventan la transcendencia, otras se sienten inquietas por el cambio de coche, por que su equipo no baje, o se emocionan con la paranoia del enemigo que les quiere robar, engañar o quitarles el agua. Casi ninguna cae en la cuenta de que lo esencial es vivir, continuar viviendo, que amanezca cada mañana, incluso en cada atardecer. Hay también quienes resuelven tener un porqué; otras, en cambio, hacen de su vida una búsqueda permanente de algún porqué o del remedo correspondiente. Unas duermen abrazadas a su amante, mientras otras sufren de insomnio porque su cama les parece ancha y vacía; unas tienen pesadillas con el estómago lleno, otras con el vacío inmenso del hambre.

Es posible que algunas hormigas se diferencien de otras por las pancartas que abren sus manifestaciones o las páginas de la prensa local que contienen las adhesiones de las personalidades y grupos a las causas que tienen por adecuadas o mejores, pero el hecho es que todas, sin excepción, desean sentirse bien y ser felices. Algunas inventan historias que dan cuenta de que la hormiga nada tiene que ver dentro de la naturaleza con el geranio, el dromedario o el orangután. La hormiga (valenciana, afgana o aragonesa) olvida entonces que todo y todos hacen exactamente lo mismo: nacer, crecer, comer, dormir, aparearse, respirar, llorar, intentar mantener a ultranza la plenitud de la madurez, sobrellevar el declive, morir. Las hormigas, por muy viejas que sean, siempre tienen algo de niño, pues se saben permanentemente necesitadas de atención y cariño. Las hormigas son a veces feroces, envidiosas, medrosas, mezquinas, celosas. Sin embargo, también son luz, belleza, generosidad, claridad.
Más allá de las pancartas. A pesar de las pancartas.

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