Una ocasión perdida

FRANCISCO JAVIER MARTÍNEZ GIL / CATEDRÁTICO DE HIDROGEOLOGÍA Y COLABORADOR DE BAKEAZ

Opinión

El Diario Vasco, 10-IX-2001
La instauración de una gestión sabia y responsable del agua es uno de los retos todavía no resueltos que arrastra la sociedad española. Hoy, el agua, por encima de todo, es poder, grandes negocios económicos y baza relevante de los juegos políticos. Quienes sólo persiguen intereses y prebendas ven en la planificación la ocasión para legitimar sus aspiraciones de dar en su propio beneficio un par de vueltas de tuerca más a los ecosistemas hídricos del país, ya harto diezmados, engrosando de paso su propio patrimonio concesional; no pueden entender que hay actuaciones que entrañan graves afecciones a personas, pueblos y comarcas, que lesionan derechos elementales causando dolor e impotencias infinitos a los afectados; actuaciones que destruyen paisajes, memorias, simbolismos y ofertas de bienestar natural escasas, que son ya patrimonios colectivos, que en ocasiones arruinan expectativas locales de desarrollo económico sostenible basadas precisamente en la conservación de esos patrimonios. Creen que todo es compensable y confunden su propio interés con los de la sociedad. Quienes así piensan no entienden los derechos de las generaciones venideras, ni comprenden la belleza que encierra el simple discurrir de un río vivo ni el valor de memoria e identidad que representa.

Ajeno al mundo de destrucción y de conflictividad social de décadas de desgobierno y de ausencia de ética ambiental, el Plan Hidrológico Nacional (PHN) recientemente aprobado con rango de ley, que proyecta un largo centenar de grandes embalses, sigue considerando el agua ante todo como un recurso, es decir, desde su valor productivo, especulativo y de mercado. Ignora que el agua antes que un recurso es un bien, un activo ecosocial; que allí donde está forma parte relevante de un sinfín de funciones de vida, naturaleza y bienestar a través de un complejo sistema de equilibrios. Alterar ese orden, esas dinámicas y los valores patrimoniales asociados, comporta disfunciones y afecciones sociales cuyas consecuencias negativas (el «culatazo», que diría don Miguel Delibes) no siempre son entendidas.

En la realidad hidráulica española de 2001 -el país con mayor número de grandes embalses por millón de habitantes y una bajísima eficiencia en el uso del agua-, es difícil que nadie en función de una necesidad objetiva pueda exigir a alguien el desalojo de su casa, la anegación de su pueblo, la pérdida de sus tierras de labor o la desaparición de su valle, en favor de la construcción de un nuevo gran embalse. Nadie hoy tiene derecho a exigir a alguien que tenga que exponerse al riesgo de vivir a los pies de una gran presa. El beneficio particular esperado no tiene ya, en general, proporción con el dolor humano causado, con el coste al erario público de esas obras, ni con la inmolación bajo las aguas de valiosos patrimonios de belleza y bienestar que pertenecen a la colectividad, y que son ya muy escasos. Más de una veintena de los grandes embalses que este Plan se compromete por ley a construir son en nuestra opinión actuaciones vandálicas, impropias de un Ministerio de Medio Ambiente, y preñadas de irregularidades administrativas.

Nos hemos quedado sin ríos. Los hemos ido transformando en cloacas, en espacios insalubres y sin vida. Nos hemos quedado sin aguas arquetípicas para soñar. Paradójicamente, reconocemos que el ser humano necesita la belleza y la armonía naturales para el desarrollo equilibrado de su personalidad, incluso para aspirar a cierto nivel de paz interior y para acercarse a la compresión profunda de su existencia. En este sentido, el fluir de los ríos vivos e impolutos siempre ha tenido un alto poder evocador.

En medio del panorama de destrucción que hemos creado, la planificación hidrológica es obligada. Pero no se trata ahora de descubrir la manera de seguir incrementando la superficie regada, de poner más agua al servicio de los sistemas productivos, de instalar más embalses, más minicentrales, ni de producir más kilovatios. Lo que se trata es de poner freno a la situación, controlándola, gestionando la demanda de agua, haciendo cumplir la ley, poniendo límite a lo insostenible, reservando y protegiendo la poca belleza y funcionalidad natural que nos quedan, recuperando parte de lo perdido, acabando con el descontrol del gasto de agua y con el derroche; instaurando la eficiencia, la transparencia, la participación, la imaginación y el respeto, poniendo la sabiduría del conocimiento científico al servicio de un bien hacer colectivo y responsable.

Un documento basado en esas premisas es el que el país necesitaba y esperaba del Ministerio de Medio Ambiente. Habría gozado del aplauso unánime de la colectividad científica. Era fácil haberlo consensuado, porque la sociedad así lo habría entendido. Habría sido un Plan ejemplar. Hoy es vergüenza y ocasión perdida. El PHN que nos acaban de aprobar nace a contrapelo, desde la imposición, sin consenso científico, social ni político. Es el final decepcionante de un largo proceso que con carácter de urgencia inició su andadura hace ya casi veintidós años, en tiempos de la UCD con rango de decreto gubernamental. La forma como ha sido tramitado y aprobado -desde el «paseo militar» anunciado por el presidente Aznar-, merece la reprobación general. Éste es un plan de derechas, es decir, concebido para los grandes negocios del agua; destruye importantes valores colectivos y está llamado a beneficiar sobremanera a unos pocos sectores de la sociedad, muy organizados, a los que el presidente Aznar no ha tenido reparo en decirles: «Éste es su Plan, apóyenlo». Es una huida hacia adelante en la solución de un viejo problema que se había convertido en una ‘patata caliente’ de la acción política; algo había que aprobar como fuese, con tal de que contemplara la puesta en marcha de los trasvases.

Aparte de instaurar un faraónico plan de obras de ocho años y de permitir el reparto concesional y la prebenda de la gestión del agua pública trasvasada y la que aún queda por repartir, este plan de trasvases obliga, con cargo al erario público, a llevar el agua ¿sobrante? del Ebro al arco mediterráneo, que es donde ese agua tiene un incalculable valor estratégico y especulativo, tanto en los negocios de promoción urbano-turística como en los hidroeléctricos del propio sistema de trasvases, en estudiado apaño con la situación del Júcar que hoy es un gran coto privado de un poderoso sector hidroeléctrico.

La filosofía de este plan reduce la compleja realidad del agua de un país como el nuestro a una simple cuestión de desequilibrios hidrológicos entre una España seca y una España húmeda que la gran obra hidráulica es capaz de corregir. La solidaridad, la mayor vertebración del Estado y el interés general, aparecen como razones morales para justificar ante la sociedad una irresponsable oleada de grandes embalses y un plan de reparto del agua. El resto de problemas no existe.

Ha sido un plan aprobado sin debate social alguno, sustituido por un aparatoso ruido de fondo desilustrado. No ha habido debate social porque antes no ha habido un debate científico, técnico y humanístico ante la sociedad. Cuando a los ciudadanos se les explican las claves de los problemas desde una información plural e ilustrada, acaban por entenderlos con sabiduría; en esas circunstancias el sentido común es grande y la inteligencia colectiva aflora. La función del debate político es posterior, ponderando los intereses contrapuestos, velando siempre por la defensa de los valores y los derechos en juego, incluidos los de las generaciones venideras.

Hoy las soluciones a los problemas reales del agua en España pasan por un diagnóstico previo hecho desde una auditoría científica plural, en un país que tiene por delante un amplio terreno que recorrer en la mejora de la eficiencia y en el imperio de la legalidad. Pasa también por la instauración de una auténtica cultura del agua, es decir, una nueva forma colectiva, consensuada y sentida de usarla, entenderla y gobernarla, que ponga fin a los tópicos, manipulaciones sociales imperantes y a los conceptos hidrológicos perversos, como los que hablan de ríos a los que les sobra el agua, que no la aprovechan y que tiran al mar. ¿A alguien le sobra salud por tener dos riñones, dos ojos...? ¿Se podría acaso aprovechar mejor la Alhambra de Granada trasladándola a Palma de Mallorca, que tendría mayor número de visitantes? Nos falta una ética del agua.

MarchaBruselas.com