Reportajes

 

Magazine de El Mundo n.º 27, 12 de abril de 2000
Reportaje
Los De Buén y los Ortas.
Dos familias, la primera de Erés, un pueblo de Huesca que desaparecería con la construcción del embalse de Biscarrués. La segunda, que también vive en la comarca, no sufriría ni el desalojo ni la expropiación de sus tierras, pero sí el empobrecimiento de una zona que empieza a revivir gracias al turismo rural.

En diciembre del 87, Simón, un albañil de Riaño, León, se suicidó justo antes de que comenzara el desalojo de sus 1.000 vecinos vigilados por otros tantos guardias civiles. Ni la expropiación de su casa ni la inundación de su pueblo dejaba a Simón en una situación desesperada. Pudo, como algunos, trasladarse al nuevo Riaño, el pueblo que se construyó en una loma sobre el pantano, donde no se regalaron tierras ni casas, que ahora tiene 470 vecinos y va camino de convertirse en un hermoso y sanísimo asilo. O pudo, como la mayoría, dispersarse y dejar una comarca formada hasta entonces por nueve pueblos y 2.000 habitantes. El caso es que Simón, con una desesperanza difícil de entender por quienes no tienen tierra que abandonar, se pegó un tiro con su escopeta y Riaño, un proyecto pergeñado en pleno desarrollismo franquista y rematado por el ministro socialista Cosculluela, alegría de las hidroeléctricas y horror de los ecologistas, se convirtió en el último gran pantano construido en España.

El último, hasta ahora. Los tres millones y medio de hectáreas de nuevo regadío que pidieron las Comunidades Autónomas en los 90, un número que duplicaba la cifra de las que ya existen en España, se han quedado en 225.000, pero se construyen 33 embalses más y la batalla contra el de Itoiz sigue atrapada en un embrollo jurídico. El 15 de marzo, casualmente Día Internacional contra los Grandes Embalses, el Tribunal Constitucional falló a favor de las obras. Mientras, el Pirineo aragonés pelea contra obras ya con licencia o a punto de ser adjudicadas. Por ejemplo, contra la del pantano de Biscarrués, que se extendería 15 kilómetros a lo largo el río Gállego, tendría una capacidad de 193 Hm3, inundaría el pueblo de Erés y anegaría las tierras de otros cinco municipios.

La construcción del embalse de Biscarrués colea desde hace 20 años en una mancomunidad, a los pies de los Mallos de Riglos, castigada, como la mayoría, por la despoblación rural y además, por la dejadez de una Administración que supone inútiles inversiones destinadas, tarde o temprano, a desaparecer bajo el agua. Los 30 vecinos de Erés están acostumbrados a la lucha contra el pantano, y los 2.000 del resto de la comarca, rodeados por otros cuatro embalses, también. Al abuelo de Daniel de Buén, que tiene 40 años, un hijo de seis y 100 hectáreas en peligro, ya le expropiaron a finales de los 50 parte de sus cultivos con el pretexto de un embalse que nunca se construyó. Daniel reparte sus tierras entre los cereales y el arbolado. "Calculamos que, de llegar a la expropiación, se pagarían 800.000 pesetas por hectárea. Pero ni lo sabemos ni queremos saberlo. Simplemente, no nos planteamos movernos de aquí. No es una cuestión que afecte a 30 vecinos empecinados, sino a nueve pueblos, alguno, como Ayerbe, con más de 1.000 habitantes que desde hace unos años intentan sobrevivir gracias al río y al turismo que mueve el rafting. La construcción del pantano reduciría los 15 kilómetros de aguas bravas a tres. ¿Qué van a hacer los chicos que han abierto albergues o los que poco a poco han ido montando su empresa de deportes de aventura ¿Es tan absurdo pedir que mi hijo pueda elegir si quiere quedarse, o no, en el pueblo de sus padres?".

Reportaje
Alfredo Solano. agricultor y teniente de alcalde de Artieda (Zaragoza).
La construcción del embalse de Yesa ya asoló tres municipios a principios de los 60. Su ampliación, ya aprobada, inundaría 2.000 hectáreas. Sigüés, un pueblo en el que viven ahora 180 vecinos, también desaparecería bajo las aguas.

Más o menos la misma pregunta que se hacen Fermín Ortas y su mujer, Luisa de Haro. Luisa, que es profesora, nació en Barcelona y cuando se casó decidió quedarse a vivir en Biscarrués, un pueblo que no corre peligro de inundación ni de expropiación y que, en principio, podría desentenderse del problema de sus vecinos. "Pero hay otra manera de ver las cosas", dice Luisa. "A nosotros no nos tocan nuestras tierras, pero destrozan la economía de la comarca, así que sufrimos los inconvenientes sin ninguna de las posibles ventajas. Cuesta explicar por qué, con tal de que nuestros hijos crezcan aquí, somos capaces de encadenarnos en Madrid a la puerta del Ministerio de Medio Ambiente o, como hace unos meses, de empeñarnos en una huelga de hambre que duró 20 días".

Daniel, María José, Luisa y Fermín comenzaron a pelear contra el embalse en el 82. Tres años después se organizó Coagret (Coordinadora de Afectados por Grandes Embalses y Trasvases), una asociación apoyada por IU, CCOO, UGT o Greenpeace. Coagret no sólo está formada por vecinos afectados por la construcción de pantanos, sino también por economistas o catedráticos como Javier Martínez Gil, profesor de Hidrogeología en la Universidad de Zaragoza, doctor en Hidrología por La Sorbona y premio Nacional de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

Martínez Gil, autor de un libro titulado "La nueva cultura del agua en España", tiene muy claras dos cosas: Primero, que la extensión de los regadíos requiere una inversión de infraestructura y sufrimiento, sin mucho sentido en la Europa de los excedentes agrarios. Al fin y al cabo, más de 1.300 grandes embalses construidos nos colocan entre los tres primeros países del mundo en regulación hidráulica. "Es absurdo -dice Martínez Gil- sobre todo, en el caso de Biscarrués, ahora que la comarca empieza a despegar con una oferta turística que el año pasado atrajo a 40.000 personas". Y segundo, que el agua, pasada la obsesión por el desarrollismo, no es un bien en sí mismo y por naturaleza, sino "un negocio que explotan las hidroeléctricas y las empresas que consiguen la adjudicación de las obras."

Reportaje
Ramón Salomón.
En pleno desarrollismo franquista, la Guardia Civil desalojó Jánovas (Huesca) y dinamitó las casas. La familia de Ramón, que entonces tenía 23 años, emigró, como la mayoría de sus vecinos, a Barcelona. Ahora, a los 60, se le saltan las lágrimas cuando pasea por lo que fue su pueblo. Aún no se ha construido el embalse.

COMPENSACIÓN

Una opinión que comparte cada pueblo afectado por el embalse de Biscarrués, menos el de Agüero. O menos su alcaldesa, Lourdes Nasarre, del Partido Popular, convencida de que la batalla está mal planteada. "El agua es el futuro de cualquier zona, y no hay más remedio que recogerla donde está. Creo que lo razonable sería centrarse en que el Plan de Restitución resulte lo más beneficioso posible para todos nosotros". El Plan de Restitución, que se sepa, se reduce a un folleto en el que se anuncia la creación de un parque arqueológico. No es mucho más preciso el que comienza a perfilarse para la comarca del alto Aragón, castigada por la construcción del embalse de Yesa, a finales de los 50, y que ahora intenta evitar su ampliación. Yesa, 15 kilómetros y casi 500 Hm3, anegó 2.400 hectáreas, asoló tres pueblos y desalojó a 1.500 habitantes. Su recrecimiento, que acabaría con 20 kilómetros del camino de Santiago y triplicaría su capacidad de almacenamiento, se justifica con la necesidad de abastecer el regadío de Bardenas, la instalación de dos centrales hidroeléctricas y el abastecimiento de agua potable para Zaragoza.

"Una manera" -se queja Alfredo Solano, agricultor y teniente de alcalde de Artieda, un pueblo de 100 habitantes que vería expropiado el 60% de sus tierras de cultivo- "de encubrir el negocio de la distribución del agua a través de empresas privadas. A cambio, nos hablan de la construcción de un pueblo universidad y un pueblo-hotel. No entiendo para quién. Los embalses únicamente provocan despoblación. Y más en una zona que sólo cuenta con cuatro habitantes por km2".

Tiermas, uno de los tres municipios con los que acabó el embalse de Yesa, 1.000 vecinos en la época en que existía el balneario que ahora está bajo las aguas, es ahora un pueblo fantasma y derruido al borde del pantano. No quedan ni Honorio y Bartolo, leyenda en la comarca, atrincherados en sus casas desde que llegaron las aguas y mientras la mayoría de sus vecinos se marchaba a Barcelona, a Zaragoza, a Huesca, a Pamplona. Pasaron juntos, cultivando sus huertos y sin dirigirse ni media palabra, más de cuarenta años. Hasta que uno enfermó y al otro lo encontraron hace cuatro años solo, muerto y medio comido por las ratas.

Lo cuenta José Larral, uno de los pocos que se trasladaron a un pueblo cercano. A José, panadero en Tiermas, le pagaron 100.000 pesetas por la expropiación de su casa. "No tuvimos para mucho, pero en fin, tampoco nos quejaremos, eran otros tiempos. Al final, el dinero se olvida. Queda la tristeza de ver marchar a la gente poco a poco. Y lo absurdo que nos resultaba todo. A una empresa belga hasta se le ocurrió construir una especie de muro de contención que rodeara el pueblo. Para mí, que era panadero, no resultó difícil encontrar otro horno para trabajar, pero no todos tuvieron la misma suerte. Cambiar el campo por la ciudad, cuando no se ha hecho otra cosa en la vida más que cultivar la tierra... No querría tener que volver a vivir la misma historia otra vez".

Si la historia se repite y crece el embalse de Yesa, desaparecería Sigüés, que ahora tiene 200 habitantes. Como Tiermas, y como Ruesta, también en el valle del Roncal, desalojado sin necesidad por un mal cálculo durante la construcción del pantano. Y Celestino Pajares perdería, por segunda vez, su casa. "¿Si hemos pensado dónde ir? No pregunte esas cosas en pueblos como éste. Ni busque a quien esté dispuesto a marcharse porque no lo va a encontrar. Ya tuvimos que correr una vez, imagínese otra... Fui uno de los pocos que se quedó por la zona, abrí un negocio y mis hijos, que estudiaron fuera, han preferido volver. La cuestión es que aquí nadie se atreve, no ya a invertir, sino a arreglar ni una teja, o a pintar las casa. El pantano llegará, o no, pero mientras tanto, el miedo nos está ahogando a todos."

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José Larral.
Era el panadero de Tiermas (Huesca) hasta que la construcción del embalse de Yesa, en los 60, le obligó a dejar su pueblo. José es uno de los pocos que no ha abandonado una comarca castigada por la despoblación.

Miedo es lo único que le falta a Javier Mur, alcalde de Santaliestra, un pueblo también del Alto Aragón, 117 vecinos y un proyecto para la construcción de un pantano ya aprobado en mayo del 97. Por lo demás, le sobra determinación, capacidad para poner la comarca en pie de guerra, batalla campal contra la Guardia Civil incluida, paciencia para embarullarse en un interminable proceso legal, incluida una querella contra el Secretario de Estado de Agua y Costas, Benigno Blanco, y fe para construirse una casa nueva en Santaliestra de 30 millones de pesetas. El embalse no inundaría el pueblo pero, según su alcalde, proyectado sin sondeos suficientes en la ladera de una montaña inestable y en una zona de alta actividad sísmica, "bastaría un deslizamiento brusco de la ladera para provocar una ola de más de 15 metros en el embalse que arrasaría el pueblo. En 1907 ya bajó la montaña al río y desvió el cauce durante cinco horas. No estamos dispuestos a vivir con ese terror continuo. En cualquier caso, es cierto que la obra no afectaría a nuestras casas, pero sí a 300 hectáreas de las que viven la mayoría de los vecinos de la zona".

Javier Mur está enzarzado en una guerra de informes y contrainformes, estudios públicos y privados, incluidos los de la universidades de Zaragoza y Barcelona que coinciden en el "alto riesgo que conlleva para las poblaciones situadas aguas abajo la construcción de la presa de Santaliestra". La cuestión es que, donde un pueblo se resiste al embalse, una Comunidad de Regantes cuenta los días que faltan para el inicio de las obras. En este caso, la del canal de Aragón y Cataluña, que agrupa a 25.000 familias, presume de unos métodos de riego modernizados y que espera ampliar sus cultivos con 7.000 hectáreas más. "Nuestra zona -dice su presidente, José Luis Pérez- es pionera en el ahorro de agua, pero por mucho que ajustemos los metros cúbicos, la sequía es la peor de los últimos 50 años. Lo lógico, es que se llegue a un entendimiento que nos beneficie a todos".

El abandono de Jánovas es un ejemplo, precisamente, de todo lo contrario. Jánovas, tenía 200 vecinos que fueron expropiados y desalojados de sus casas por la Guardia Civil a mediados de los 60. Muchos emigraron a Zaragoza, otros a Huesca. La familia de Ramón Salomón, que entonces tenía 20 años, a Barcelona. Las casas se dinamitaron para que a nadie se le ocurriera volver. Cuarenta años después, el embalse sigue sin construirse porque la compañía eléctrica que se hizo con la concesión prefirió invertir en las centrales nucleares que entonces empezaban a estar de moda, y a Ramón se le saltan las lágrimas cuando pasea por lo que fue su pueblo. "Sólo sé que la generación de mis padres, los que entonces tenían entre 40 y 50 años y se encontraron de repente en una gran ciudad, fueron muy desgraciados. Supongo que no fueron capaces de acostumbrarse. Ahora lloro de rabia, porque tantos años y tanto sufrimiento no han servido de nada. El desalojo completo de Jánovas costó cuatro millones. En total, y contando con los otros tres pueblos que desaparecieron, quince. La concesión de la presa está hoy valorada en 2.000 millones de pesetas".

En Jánovas, derruido lo que quedaba sin dinamitar, resistieron durante 20 años Emilio Garcés y su mujer, Francisca. Hasta el 84, la última fecha en que parecía inminente el comienzo de las obras. Emilio era zapatero y no tenía casa propia. Pagaba una peseta diaria de alquiler, así que cuando dejaron Jánovas sólo tuvieron derecho a 365 pesetas de indemnización. El alquiler de un año. La misma ley que les permitió permanecer en una vivienda expropiada hasta lo que parecía el último momento les dejó en la miseria. Ahora viven en un pueblo cercano, Campodarbe, también deshabitado y en la casa de un amigo. "¿Si nos amenazaron durante esos años? Prácticamente, todos los días. Yo trabajaba fuera, así que cuando venía la Guardia Civil, era mi mujer la que tenía que lidiar con ellos. Un día nos sacaban el colchón a la calle, otro nos recordaban las cargas de dinamita que habían colocado en las otras casas. Una tensión continua, pero nunca nos amedrentamos. Sabíamos lo que les había pasado a nuestros amigos. Encerrados en un piso, en una ciudad grande, sin saber siquiera lo que era un recibo de la luz. Sin huerto, sin animales, sin un sitio para charlar al sol. Esto que digo le va a parecer una exageración, pero créame, en cuatro días se murieron todos".

Coordinadora de Afectados por Grandes Embalses y Trasvases: www.coagret.com

 

Asociación Río Aragón-COAGRET